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Full text of "Hekaterina Delgado 2013 Susana Y La Distancia"

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Ediciones 

La Parte 
Maldita 



Susana y la distancia 

Hekatherina Delgado 


Delgado, Hekatherina 
Susana y la distancia. - la ed. - 

Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ediciones La Parte 
Maldita, 2013. 

90 p.; 16x12 cm. 

ISBN 978-987-29869-1-9 

I . Literatura Uruguaya. I. Título 
CDD U860 


Diseño de tapa: Giodi Zupin 
Diagramación interior: Ed. La Parte Maldita. 

©2013, Clara Delgado 

©2013, Ediciones La Parte Maldita. 

Bolivia 269, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 

Queda hecho el depósito que indica la Ley 11.723 

www.edlapartemaldlta.com.ar 

edlapartemaldita@gmail.com 

Primera edición, octubre 2013. 



Licenciado bajo Creative Commons 
Atribución - No comercial - Compartir obras derivadas igual 


Susana y la distancia 



“How happy is the blameless vestal’s lot! 
The world forgetting, by the world forgot. 
Eternal sunshine ofthe spotless mind! 
Each pray’r accepted, and each wish resign’d" 

Alexander Pope 
( 1688 - 1744 ) 



Advertencia 


Susana no sabe escribir, quiere ser feliz. 
Estas líneas recogen los pensamientos de 
Susana al momento de enfrentarse ante el 
problema de la distancia existente entre 

los seres humanos. 



distancia 

aquella estupidez que los seres humanos 
no saben enfrentar. 



Día uno. 


En el ómnibus estoy sola. La pequeña luz 
que me permite escribir deviene un sol de 
película de ciencia ficción barata. Tengo 
un pequeño dormitorio móvil detenido en 
los años ochenta. Me encanta. Tengo al- 
mohada, me cubro, falta el café. Hoy es mi 
segundo festejo de cumpleaños, este año 
festejaré tres veces. Pedro negó a Jesús 
tres veces, negaré el paso del tiempo tres 
veces tratando de reivindicar que he cre- 
cido, narcisismo que me permite seguir 
viva. Está terminando la jornada, voy de 
retorno, el celular suena repetidas veces. 
Mis amigos celebran el encuentro. Me emo- 
ciona el encuentro. Afuera llueve. Adentro 
está seco y hace calor. Todo está oscuro ex- 
cepto mi sol privado. Viajar cansa pero lo 
disfruto demasiado. Estoy por llegar, ten- 
go un poco de sueño. Bostezo, estiro mis 
piernas, bostezo. Hay que prepararse, en 


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un rato estaré con amigos, música, chistes 
y recuerdos. Hay que disfrutarse. 


14 


Día dos. 


Tengo una actitud muy particular cuando 
viajo a mi pueblo. Llegar es espléndido, 
regresar nostálgico. La semana tiene siete 
días. Me gustaría disfrutar cuatro días del 
otro lado del río y tres días en el gris mon- 
tevideano. Sería lindo. Me esperan. Odio 
estar encerrada en la oficina. Tengo una 
actitud particular cuando viajo a mi pueb- 
lo, necesariamente me pienso. 


ís 


Día tres. 


Verde, el campo resplandece verde. Las va- 
cas no son siempre iguales. Respiran azul, 
emigran en pie en un barco blue. El sol 
hace recordar que estoy volviendo, trans- 
porta el desencuentro. Me quedo en off. El 
pensamiento se dilata, salen palabras. Me 
tiro al piso, siento la tierra, mis manos es- 
tán a la espera. Respiro. 


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Día cuatro. 


Volver a mi pueblo es como nunca irme. 
Terminar la jornada y saber que tengo que 
volver es una suerte de deceso. Las corti- 
nas naranja del ómnibus me sofocan. Pren- 
den la calefacción. La persona que está en 
el asiento contiguo mira una película en 
una tablet y yo uso lápiz, papel y goma. 
Las palmeras de la ruta parece que tienen 
frío. Me gustan mucho las vacas, nunca sa- 
bré por qué. El campo es tan limpio, cada 
día me seduce más su nitidez. El campo 
es lindo. Cuando las ventanas empiezan a 
empañarse es porque nos hemos aislado. 
Las voces del pasillo se escuchan difusas. 
Creo que necesito vivir en movimiento. 
Ver la foto de la vaca no es lo mismo que 
poder tocarla. La tira de imágenes es verde 
de movimiento, profundidad y oscuro. Se 
hizo de noche. Ese oscuro que permite es- 
tar alerta. Me gusta la noche. Demasiadas 


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gotas de agua en el pizarrón de mi ven- 
tana. La persona que está a mi lado sigue 
mirando la película y yo tengo ganas de 
dibujar. Acaba de sonar mi celular, no sos 
vos. Me sonrío, me gustó la llamada. Me 
percato que estoy encontrándome en otra 
persona. No tengo nada más que explicar. 


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Día cinco. 


La luna sale tan temprano en el campo que 
hace notar la ausencia. La tapera recuerda 
el exceso. ¿Si fuera solamente un puente? 
¿Si no pusiera en jaque lo que creo? ¿Si 
necesito volver a mirarte? Hoy vida, ma- 
ñana teatro y sueño. La ciudad oprime. La 
tendencia separa. Tratando de encontrar 
sentido a las flores de papel discutimos 
una forma de ahorrarnos la muerte. 


19 


Día seis. 


Desafía el camino la ruta más salvaje. 
Necesita quedarse, saber que intenta, sa- 
ber que no espera. Quiere respeto, necesita 
silencio. Peaje-desembarque. Migajas de 
asfalto seducen la alfombra. No saben de 
estilos, tampoco de pompas. Siempre fan- 
taseo que una vaca me saluda. Necesito 
creer. Me inclino hacia la izquierda, necesi- 
to inclinarme hacia la izquierda. Mi árbol 
necesita cambios. El brote pide agua. La 
maquina se detiene. Adiós trabajo. 


20 


Día siete. 


En un barco es imposible dormir. La ter- 
ritorialidad se desvanece. En un barco 
no puedo dejar de escribir, es como si 
necesitara morirme, que alguien encuentre 
aquello que pasaba por mi mente en esos 
segundos, simplemente no desaparecer. La 
desaparición da miedo y el que desaparece 
no habla, el que hace desaparecer habilita 
una narrativa para personajes mudos, el 
público es quien los hace hablar. Soy paria, 
el paria no grita. 


21 


Día ocho. 


El carro fúnebre transporta un muerto 
descontento. Mi almohada hundida que- 
riendo escaparse. Flores de plástico decor- 
an la escuela. Mi hermana se lanza desde 
la ventana. Hecho. Prefiero omitir estos 
recuerdos. Agradezco no ser una persona 
honesta, sería demasiado hostil decir todo 
lo que se me cruza por la mente. Imágenes 
cálidas perfuman mi nido. El lenguaje de 
señas encuentra un manuscrito. Genero 
una forma de codificar tu lenguaje. Es- 
trecho mis muslos. Cabalgo en silencio. 
Respiro y bebo. 


22 


Día nueve. 


Entre tanta persona tarada acabo de en- 
contrar una señora viejita y humilde, de la 
edad de mi abuela. El contraste abismal en- 
tre la ansiedad obtusa del embarque de las 
taradas y la espera tambaleante de la se- 
ñora, hace que mi mirada no deje de obser- 
varla. Su mirada, extrañada del bullicio, del 
despliegue de un puerto frío y vacuo, hace 
que ambas estemos conectadas desde al- 
gún pensamiento perdido. Mientras tanto, 
mi abuela duerme, con su asumida solu- 
ción ante la posibilidad de viajar: no puedo, 
estoy muy vieja. Un funcionario portuario 
habla a los pasajeros sobre reivindicacio- 
nes de su gremio. Las taradas miran para 
otro lado. La anciana se acerca. Sigo ensi- 
mismada en mi escritura queriendo que, 
por un momento, la solidaridad de clase 
no haga que deje de pasar desapercibida 
entre el tumulto. Me alejo de las taradas. El 


23 


funcionario se acerca, tengo automatizada 
mi mirada de apoyo, no sé escaparle a la 
clase. La anciana toma un celular y em- 
pieza a hablar. La señora nada tiene que 
ver con mi abuela. Ante la posibilidad de 
incorporar tecnología a su vida responde: 
no puedo, estoy muy vieja. Sin embargo, 
ambas hablan bajito pensando que nadie 
las escucha. Es evidente que detesto esta 
espera, ante el aburrimiento apelo a mi li- 
breta y desaparezco. Cruzo miradas con la 
anciana. Ella me mira sin comprender por 
qué estoy sentada en el piso y yo siento la 
desaprobación de mi abuela: levantóte de 
ahí, te vas a ensuciar y enfermar. 


24 


Día diez. 


Ayer miré una película mientras viajaba. 
Era muy interesante. De todas formas, me 
pareció improductiva. Fue como si la po- 
tencia del viaje, de la reflexión en torno al 
día, de la lectura de los dedos, se hubiera 
paralizado, detenido o esfumado. El cine 
es en soledad o para compartirlo, pero no 
para viajar. Desvanecí el encanto del paisa- 
je y la tinta por la comodidad de la mirada. 
Hoy toca puerto. No delibero demasiado 
ante la posibilidad de acariciar la lapicera. 
Acaban de llamar a embarque. 


25 


Día once. 


Desde un barco que se evapora en la noche. 
Desde que en la despedida nunca puedo 
mirar hacia atrás. De subir, de bajar. Del 
dorado de un barco que devino kitsch y me 
aburre. Desde tu sms desde el bondi. Tuve 
que sentarme a escribir porque no puedo 
caminar y la cubierta expone el movimien- 
to. Pensando en una ciudad que no quiero 
dejar. Me cuesta respirar. La tinta describi- 
endo la letra permite el refugio, el des- 
canso. La página de un diario no debería 
escribirse de ambos lados. La lágrima cae 
y hace cosquillas. Estoy triste. Tengo una 
única certeza: necesito volver. Ninguna 
pantalla es mejor que un perfume, que la 
piel de la cintura, que enredarse en otras 
piernas. ¿Por qué me gustan las cosas com- 
plicadas? Un amante me dijo una vez que 
las cosas complejas son para quienes creen 
ser capaces de resolverlas. Hace tiempo 


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que dejó de ser amante y se ha vuelto un 
gran amigo. El barco está detenido y siento 
que voy a asfixiarme. Un trasbordador que 
no lleva a ningún lado. Un reloj que pide 
en silencio alguna secuencia. La sonrisa 
que salía desde la punta de mis dedos se 
vuelve negra. El rostro se resquebraja en 
cien mil pedazos y el minuto se hace den- 
so. La cartelería barata me parece infame 
y duele mucho la cabeza. Trato de verte 
y escucho una voz diciendo que tome un 
analgésico. No sé si te extraño. 


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Día doce. 


Estoy tratando de ordenarme. Estoy deján- 
dome disfrutar. Estoy viendo el cerro, las 
luces de las casas. Estoy en un puerto, no 
necesito más que una mirada. Encendieron 
la luz, los extraños caminan por el pasillo. 
El vehículo se detuvo. Las personas desci- 
enden. Vuelve a moverse. Las luces de la 
carretera son cálidas, me gustan, son nos- 
tálgicas. De lejos, los ómnibus parecen gu- 
sanitos psicodélicos. Lina ametralladora 
de luces llena la carretera. Accediendo a la 
ciudad. Las pintadas en los muros saludan 
amigas. Estoy queriendo decir que voy a 
llegar. 


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Día trece. 


Viaje largo. Cuando un barco zarpa la ciu- 
dad que se aleja en el oscuro es demasiado 
pequeñita. El cielo y el río se funden en un 
negro intenso que traga toda cultura. La 
tecnología es el transporte, el ser humano 
se convierte en un insecto de alas partidas. 
En su soledad flota entre mundos, nadie 
presta atención a las instrucciones del 
chaleco salvavidas, nadie quiere saber qué 
hacer. 


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Día catorce. 


Tarde de documentales y tos. La voz se 
afea cuando no encuentra oyente. Elucu- 
braciones metafísicas mi entras me levan- 
to a abrir la puerta al médico. Odio a los 
médicos. Usted está enferma. Sigo con tos. 
Vuelvo a sumergirme en el paroxismo de 
la filosofía virtual. Alguien me mira desde 
una pequeña camarita que me encierra y 
quedo atrapada entre sueños. Hace chistes 
y me río. Reímos. Apago la computadora. 
Lo virtual no es real. Elijo la vuelta de mi 
tos. 


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Día quince. 


Las hojas se imprimen de ambos lados 
para ahorrar papel. Inquietantemente lú- 
cida, trasmito mi pensamiento desde un 
barco suspendido en el tiempo. La intensi- 
dad suspende el tiempo, no quiero anclas. 
Se diluye mi memoria en la lágrima del re- 
greso, las personas no dejan de hablar y la 
azafata me molesta. Una pareja se sienta a 
mi lado con el único objetivo de obstruir 
la intimidad de mi retorno. Tengo ganas 
de verte. Mi vida transcurrió entre puertos, 
no conozco más destinos que aquellos en 
los que viví. Necesito el río. Un barco se 
convierte en un stop interminable. Parar. 
Pensar. Querer. Reír. Llorar. Volver. Cortar. 
Necesito conocer, acordarme de tu acento, 
sentirte en cada sabor distinto, caminar de 
la mano durante horas y no pensar. 


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Día dieciseis. 


La humedad cierra los pulmones. Asma. La 
vida y la falta de aire. La niebla oprime el 
cerebro. El pueblo es demasiado verde aún 
en invierno. Me mantiene viva la incon- 
sciencia. Sensible. Un cuerpo enmudecido 
en este segundo, una capitana que no sabe 
navegar. Me paralizo ante las violetas del 
presente. Mis manos se deshacen. El soni- 
do me distrae. Estoy en instantes. Tu cuer- 
po recuerda ausencia, ruido barato, calle. 
Camino por cualquier lado, no importa la 
hora, siempre hay algún auto. La pobreza 
es disimulada por el movimiento, por el 
ruido. El anonimato es un refugio. No qui- 
ero prejuzgar. Necesito la pornografía de 
esta ciudad madre. Necesito caminar y la 
soberbia de una vedette que se convierta 
en padre. A veces desmentir es demasiado 
divertido. 


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Día diecisiete. 

Acá estoy. Mi pueblo, mi refugio. El lugar 
más calmo del mundo. 


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Día dieciocho. 


Territorialidad, poder. ¿Pensar que limita 
algo más que mi sombra? ¿Pensar que su 
luz me envuelve desnuda? Pensar el mila- 
gro y el destierro. Pensarme tu infierno. 
Describir tu ausencia, volverme apática. 
Comenzar de nuevo, estar desarmada. 
Descifrar tus ojos, encontrarme encerrada. 
Soltarte, liberarme. 


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Día diecinueve. 

como el exilio, como Mantua 

como la flor desaparece entre las espinas 

de la noche 

de tu ausencia, de la niebla 

del dolor cristalino de mi esquina 

de tu casa, de mi ventana 

como el pájaro que señala que ya es de día 

como el exilio, como Mantua 


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Día veinte. 


A veces me levanto pensando en evitar el 
día. Solicito permiso al tiempo para que 
deje creer que esta vez el minuto será más 
que un silencio. Me levanto, recuerdo el in- 
stante en que me pierdo entre tus letras. 
Vestirse jamás es tarea sencilla. Me resisto 
una o dos veces antes de ir a mi usual en- 
tierro viviente en la oficina. Mantengo la 
calma hasta la salida. Camino y doblo a la 
esquina. Quiero volver a mi cama y disfru- 
tarte hasta que me rinda. 


36 


Día veintiuno. 


Tengo el pecho aburrido, la mirada se 
pierde entre las letras de un libro presta- 
do. Quiero tener un perro y el miércoles 
dejaría de ser un día odiado. Extraño a mi 
hermano alado. 


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Día veintidós. 


Mi pecho se trenza una enredadera de ho- 
jas que no escalan hacia ninguna parte. Un 
espacio de marfil que necesita un nombre 
para edificarse y al instante se desmantela. 
Mi espalda yace el enclave de la nota más 
profana y sucumbe la ternura de aquella 
palabra muda. A veces ya no sueña, camina 
solitaria. Un silencio, ya no sirve la cabal- 
gata. A veces en el campo sueña, tiembla la 
mirada. A veces me despierto entre copas 
y paraguas. 


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Día veintitrés. 


Una cicatriz en mi brazo derecho y su ca- 
beza recién afeitada. Necesito ir de putas. 
Sueño besar muchísimas mujeres. Sueño 
besar muchísimos hombres. Despeinada, 
aturdida, entre el bostezo y el gemido, 
estoy tratando de respirar mejor. Toco el 
aire, toco el aire, toco el aire y no te toco. 
A veces extraño tanto que me duele todo 
el cuerpo, en ese momento recuerdo lo ob- 
sesivo, lo dependiente. ¿Por qué sostener 
algo que duele? Tiendo a elegir cosas de- 
masiado complicadas. 


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Día veinticuatro. 


Tengo miedo de mi misma aunque más 
miedo tengo a las demás personas. No qui- 
ero sufrir. Ya no sé de tos y de nenas, ya no 
es asma y no son muñecas. ¿Dónde está mi 
mamá?, ¿dónde está mi papá?, ¿dónde está 
mi hermano?, ¿dónde están las hermanas 
que no fueron?, ¿cuándo va a dejar de dol- 
er? Bastará la posibilidad de escuchar un 
no te quise, no te elegí, no supe cómo, no 
pude, no sé cómo, no me interesa, no sé 
quien sos, quiero conocerte, quiero saber 
de vos, no puedo quererte. No. No he po- 
dido aprender a perdonar algunas cosas. 
No basta ninguna respuesta, no cambiaría 
nada, pues no me interesa. 


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Día veinticinco. 


Necesito tu nariz y cuando hablas de cosas 
nuevas. Necesito que estés cerca. 


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Día veintiséis. 


No importa lo que digas. No interesa que te 
escondas. No increpa saber que mentís. No 
quiero verte. No quiero saber de tu vida. 
No quiero conformarme. El sólo hecho de 
racionalizar algo hace que haya perdido su 
sentido y me aburra. 


42 


Día veintisiete. 


Te quiero. No hay más que agregar a un 
te quiero. Estás en mis letras. Estás en mi 
vida. Te has vuelto un odiado confidente. 
Un peligro latente. A la gente que sabe 
mucho, cuando deja de ser aliada, se con- 
vierte en enemiga y se la mata, se la borra 
de la mente. Celebro el incesto, me desha- 
go del duelo, te quiero. 


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Día veintiocho. 


He dirigido una orquesta. He editado un li- 
bro. He pintado un cuadro. He muerto de 
mil maneras. He recordado tu nombre. He 
llorado durante mucho tiempo. He soñado 
que te encuentro. Las contorsiones de mi 
vientre se complacen en presentar una 
nube dorada de penas. Revisito la negritud 
de mis estados cotidianos y te separo de 
aquello que cada día me permite menos lu- 
cidez. ¿No te encuentras en mi sonrisa más 
frívola? Esa forma de reaccionar riendo de 
manera cínica cada vez que estoy profun- 
damente aterrada. He despertado de mil 
maneras. He descifrado la mirada de aquel 
que teme a la muerte. He traducido el sus- 
piro de aquel que muere todas las maña- 
nas. He temido tantas veces la ternura, que 
me da pavor volver a verte. 


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Día veintinueve. 


La dificultad de escribir desde el amor. 
Se escribe desde la alegría y desde el des- 
garro. La dificultad de analizar el paso del 
tiempo y no pedirle explicación. La dificul- 
tad de mirar mis manos y verlas con las 
de otro. La dificultad de enfrentarme otra 
vez a la escritura. La dificultad de vencer la 
promesa del cuento. La dificultad de sen- 
tirse viva y transmitirlo sonriendo. 


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Día treinta. 


De todas las categorías criticadas hasta el 
hartazgo. De todo aquello que he querido 
escribir y no he sabido cómo. De la riqueza 
de mis amistades complotando para cam- 
biar el mundo. De esos académicos que 
leo para entender cómo funciona lo que 
desprecio. Del arte que me ha dado emo- 
ciones para seguir viviendo. De todas esas 
personas que transmiten el sentido de cre- 
er. Toda esa representación extraña que 
nunca va a dar cuenta qué es lo que siento. 


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Día treinta y uno. 


Aunque dude. Aunque tenga miedo. 
Aunque pelee. Aunque duela. Aunque 
siempre tengas razón. Aunque me aburra 
darte besos. Aunque necesite tu respi- 
ración. Aunque me levante y no estés con- 
migo. Te quiero. 


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Día treinta y dos. 


Neurosis. Mi mano encaprichada en es- 
cribir lo que no logro comunicar de otra 
manera. Psicosis. Mi mirada encaprichada 
en tratar de concretar la imposibilidad de 
la memoria. 


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Día treinta y tres. 


“sepa que la quiero mucho”, ¿y qué pasa 
si soy hedonista? ¿y cuál es el problema si 
tengo ganas de tocarte? ¿y qué sucede si 
me caliento de sólo pensarte? 


49 


Día treinta y tres. 


Agonía de sentirme viva en la espalda de 
un amante distante. Entender que la suerte 
está en mi palma y en su mirada. Azul de 
efervescente primavera y las palabras, ese 
cúmulo de libros que nunca separan. Ese 
instante en que te di mis venas y muchísi- 
mos silencios de corcheas. 


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Día treinta y cuatro. 


Cada lugar encuentra su historia en el in- 
stante en que comienza a ser habitado y 
apropiado por un sujeto. Peligro. He gen- 
erado una respuesta automática y en serie 
de “no me gusta”. No me gusta la casa, no 
me gusta pasar tiempo con extraños, no 
me gustan las costumbres diferentes, no 
me gusta estar lejos de los que quiero, no 
me gusta que no me cuides, no me gusta 
que me mientas, no me gusta que no me 
conquistes, no me gusta que me trates 
como a una hermana adoptada, no te qui- 
ero más. 


51 


Día treinta y cinco. 

La desconfianza es como una serpiente 
que se enreda en las venas y no deja respi- 
rar. 

No logro perdonar, he tratado, pero no 
logro hacerlo. No perdono la estupidez ni 
la tragedia. 

Me cansan las discusiones, me aburren las 
personas y siempre me siento sola porque 
me gusta estar sola. Claro que a todas las 
personas les gustaría ser felices, pero la 
falta y la incomodidad son inherentes a la 
condición humana. Hay un goce en la an- 
gustia, hay un goce en mi necesidad de ale- 
jarme de las personas, de aislarme, de no 
vincularme y sentirme extrañamente a sal- 
vo. A veces no me gusta crecer, tampoco 
me gusta el dolor, pero eso es estar viva. 
Siempre pensé que las personas deberían 
procurar ser felices, hacer algo con sus vi- 
das, querer a otros y tratar de no estar so- 


52 


las. Siento que querés estar solo. Siempre 
estamos solos, lo mínimo que podemos 
hacer es tratar de sobrellevarlo con digni- 
dad y prefiero retirarme a seguir sintién- 
dome sola. No tengo claro si me interesa 
este juego, si me cae mal por su excesivo 
cinismo o si soy incapaz de vincularme por 
una suerte de paranoia congénita. 


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Día treinta y seis. 


Soñé con un abuelo que sólo vi una vez y 
con un padre que nunca conocí. He puesto 
rostros a los fantasmas. Hace demasiado 
tiempo que da vueltas por mi cabeza la po- 
sibilidad de tomar un café con un extraño y 
preguntarle ¿por qué? Aunque las razones 
no sean compartibles, aunque no alcance 
la respuesta, habría un relato concreto y 
no especulaciones eternas. Que exista un 
relato capaz de cerrar una herida original. 
De madre y padre huérfana, quizá explica 
la fobia a vincularme y el apego a cosas 
inimaginables. Quizá no soy capaz de vin- 
cularme, no por miedo al abandono, sino 
porque creo que no soy capaz de soportar 
el trabajo que implica, me da pereza y ten- 
go miedo de lastimar a otros tanto como 
soy capaz de hacerlo a mí misma. Hoy es- 
toy un poco cansada y no puedo exigirles a 
los demás lo mismo que a mí. 


54 


Día treinta y siete. 


El pecado. Reescribo mis traumas. Inten- 
to entenderme, entenderte. El Otro me es 
hostil desde muy chica. Seis años, la hama- 
ca en fondo de la casa, el patio grande y 
verde, muchos juegos de agua en el ve- 
rano y siempre, por alguna razón, estaba 
triste. Ahora entiendo porqué. Siempre lo 
supe y quise negarlo por la lógica que rec- 
lama a las personas que sean humanas y 
no dioses. Estoy sola, voy a seguir sola y 
ninguna ficción va a cambiarlo. No tengo 
recuerdos jugando con mi madre, siempre 
jugaba sola. Con muñecas, con mascotas, 
compañeras de escuela, vecinos, en la pla- 
ya, experimentando con insectos. Siempre 
sin mi madre. Entiendo que no lo padecí. 
La bicicleta fue la compañera de historias 
mágicas y las barbies eran quienes ayud- 
aban a construir o cambiar el mundo de 
militancia infantil. Nunca dudé el abando- 


55 


no ni lo pensé demasiado porque siempre 
supe que nadie pensaba realmente en mí, 
que nadie, excepto mi abuela, me consid- 
eraba de verdad. Estoy orgullosa de llevar 
su nombre. Recuerdo que a los diez años 
iban a elegir a los reyes de la primavera en 
la escuela. De mi clase eligieron al que aún 
es uno de mis hermanos elegidos y a mí. 
Todas las reinas, de los distintos grados, 
tenían coronas que sus madres habían 
hecho con flores. Yo pensaba que quienes 
las criaban no eran originales. Mi madre 
me hizo una corona con moñitas, estrellas 
de varios colores, nunca le salía bien el bri- 
collage pero tengo ese recuerdo, me aferró 
a él y me hace bien. 


56 


Día treinta y ocho. 


He muerto. Desempolven mi tumba, em- 
paquen mis atuendos menos desteñidos, 
enderecen el espejo y canten con voz de 
trino. Ayer he vuelto a morir. Las paredes 
de la casa se han convertido en un túnel 
sin descanso ni respiro. He venido desde 
lejos y ha muerto mi marido. He resucita- 
do mujer. El recuerdo tratando de borrarse 
es el instante de reconstrucción de la me- 
moria y encuentro del alivio. 


57 


Día treinta y nueve. 


Quemar las naves. Burlar el abandono. An- 
iquilar el desapego. Zafar el extrañamien- 
to. Pelearse con el argumento. Meterse al 
agua sin saber nadar. Doblar los límites del 
reflejo intransferible. 


58 


Día cuarenta. 


Conmoción total y debilidad extrema. En- 
cuentro obsceno y saltar a la deriva. De- 
masiado mido y pocas palabras. Una mi- 
rada que ya no da respuestas. Descontrol 
o astucia automática. Demasiados pecados 
en una misma piel. Escalofríos en la vali- 
ja, apagar la luz y salir corriendo. Terror 
y goce. Crueldad y paraíso. Risas y demo- 
nios. Duelo. 


59 


Día cuarenta y uno. 


El oso y el león no paraban de pelear. No 
sabían qué decirse sin despertar el menor 
cariño el uno en el otro. El oso soñó que el 
león repensaría sus razones para crear el 
reino y tuvo miedo. El león tembló espe- 
rando que el oso no se enterara que tenía 
buenas razones para crear y compartir un 
reino. Lo único que deseaba era hacerle fe- 
liz y que fuera dichoso. El oso era sensato 
pero tenía demasiado miedo y desconfiaba 
del león. El león trató de explicarle que no 
le quería asustar y que usaba un disfraz 
de lobo como atuendo de superhéroe cu- 
ando temía a los truenos. El león corrió, se 
detuvo y pensó que ni las estrellas sabían 
cuáles eran las reglas para crear un nuevo 
reino, se recostó y se soñó riendo con el 
oso. Pasaron los días, cuando al fin se pu- 
sieron de acuerdo en cómo construir el re- 
ino, hubo una enorme tormenta y casi todo 


60 


fue devastado. Un búho, que pasaba por 
el lugar, miró de reojo, llamó al oso y le 
regaló una aguja con la que el león había 
bordado su nombre en la capa del disfraz 
de lobo. 


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Día cuarenta y dos. 


En un reino muy lejano, casi tan lejano que 
había que cruzar un río inmensamente an- 
cho para poder llegar a la comarca, vivía 
un sapito lector. El sapito era miedoso, ex- 
cesivamente obsesionado con sus libros, 
creía que algún día podría encontrar su 
hogar entre las páginas de algún cuento 
mágico o en las letras de algún escritor ir- 
responsable. Era también muy goloso pero 
tenía mucha pereza, se había vuelto adic- 
to a comer mosquitas. Tanto fue así, que 
un día tuvo un dilema, se dio cuenta que 
no sabía si prefería disfrutar de servirse 
un plato de mosquitas en la comodidad 
de su casa, sumergirse tranquilamente en 
sus libros o dedicarse a comer mosquitas 
compulsivamente, dado que así lograría 
tener más energía y podría leer más rápido 
con menor esfuerzo. Un buen día llegó a 
la comarca una sapa muy, muy gorda. El 


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sapito la vio y se enamoró, pero la sapa 
comía aún más velozmente que él, no le 
gustaba demasiado leer y eso le produjo 
bastante miedo y rechazo. Comenzaron a 
conocerse yendo juntos al charco de vez 
en cuando. Un día el sapito quiso jugar a 
ver quién de los dos casaba más mosqui- 
tas, la sapa aceptó el reto, pero él se dio 
cuenta que ella era mucho más rápida, em- 
pezó a competir y le hizo trampa. La sapa 
se puso triste al descubrir lo sucedido, se 
aburrió y se fue de la comarca. El sapito 
se encerró a leer. El sapo nunca entendió 
muy bien qué era lo que había sucedido, 
qué había hecho mal para ofenderla de esa 
manera. Creyó que hacer trampa estaba 
mal pero que no era tan malo y, al mi smo 
tiempo, sentía tanta culpa que llegó a pen- 
sar que no merecía el amor de la sapa y 
conquistarla le daba demasiada pereza y 
se convenció de dicha razón. La sapa es- 


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cribió una carta donde explicaba que ella 
tenía una forma muy particular de cazar 
mosquitas: era rápida no porque fuera 
más hábil que él, sino porque odiaba ver 
cómo les causaba dolor y, de hecho, le de- 
sagradaba estar gorda. Contaba que ella 
hubiera deseado no ganarle, pero de eso 
se trata un juego: de disfrutar sin impor- 
tar el resultado y que en este caso, ella 
había querido llevar más mosquitas para 
compartirlas con él y poder disfrutar que 
le leyera alguno de esos cuentos que tanto 
le gustaban. La sapa le enseñaría a cazar 
mosquitas más rápido, el sapo leería cuan- 
to quisiera y asunto solucionado. El sapo 
nunca respondió la carta y no volvieron 
a verse. Era demasiado perezoso para en- 
tender lo que le habían escrito. Un día el río 
se evaporó, aquellos márgenes inmensos 
que los separaban desaparecieron y la dis- 
tancia entre ambos ya no existía. Entonces, 


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el sapo tuvo curiosidad de saber qué había 
sido de la vida de la sapa y se animó a ir a 
su encuentro. Llegó, golpeó la puerta y at- 
endió una sapa muy delgada que tenía una 
casa llena de libros donde pasaba horas 
reposando tranquilamente. A su regreso, 
la sapa había decidido no volver a comer 
animales porque le causaba demasiado do- 
lor y ahora leía sus propios cuentos a sus 
nuevas amigas, las mosquitas. 


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Día cuarenta y tres. 


Mi propia sombra me condena. ¿Qué hac- 
er, más que sostener lo que he reclamado? 
El fantasma de mis actos me persigue. 
Todo el mundo miente. Yo también mentí. 
Heme aquí, ante la ley, pidiendo clemencia. 
Quizá mi razón fue más honrosa. Quizá la 
violencia fue solapada. Quizá soy mi pro- 
pia victimaría. 


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Día cuarenta y cuatro. 


¿Y cuando me entere que te casaste o 
moriste? Me va a doler. Te convertiste en 
un recuerdo voluble de unos meses raros. 
Cuando uno decide que es mejor para su 
vida borrar a otra persona de parte de su 
existencia, es cuando se da cuenta que está 
haciendo un duelo. 


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Día cuarenta y cinco. 

Se ha muerto mi apellido. Nunca pasó algo 
tan importante. No significas nada en com- 
paración a este dolor. Hay cosas que duel- 
en y ante esas cosas solo resta el aguantar 
el dolor y seguir. 

¿Qué se hace después de un duelo? Se vive 
tratando de recordar lo mejor del muerto. 
El muerto duele. 


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Día cuarenta y seis. 


Diagnóstico. No cooperar. Salirse del mol- 
de. No encajar. Nunca ser digna. No tener 
compasión. No tener filtro. Negarme a pon- 
erle nombre a las cosas. Entender el me- 
canismo. Manipular el mecanismo. Necesi- 
tar el dolor. Gozar doblegando a otros. 
Simular cooperación. Huir, evadir, prohi- 
bir. Chantajear al chantajista. Desnudar la 
comodidad y jugar con la mentira. Negar 
como respuesta. Evadir como estrategia. 
Buscar constantes pruebas de algo inexis- 
tente o inexplicable. Que no importe nada 
ni nadie. La culpa constante por desear la 
muerte del otro. La faltante perpetúa. Lo 
sé pero desearía no saberlo. Pervertida. 


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Día cuarenta y siete. 

Me gusta drogarme 

Me gusta coger hasta sentir que voy a 

morir de asfixia 

Me gusta que me muerdan 

Me gusta que me la chupen todo el tiempo 

que sea posible 

Me gusta levantarme en la mañana y en- 
contrarme con un cuerpo desnudo 
Me gusta sentirme caliente 
Me gusta seducir 

Me gusta saber que le atraigo a alguien 
Me gusta besar 
Me gusta tocar 

Sí, me gusta que una mina me coja con un 
dildo 

Sí, me gusta penetrar con mi mano a otra 
mujer hasta verla acabar 
Sí, ya hice un trío y no me atraen las orgías 
Sí, me gusta chupar una pija y que acaben 
en mi boca 


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Sí, me gusta coger en cuatro patas cual ani- 
mal 

Sí, me gusta que me tiren del pelo y no me 
dejen respirar 

Me gusta que me traten bien. Sé quién soy 
y qué implica lo que elijo, incluso lo sé cu- 
ando no me escucho y trato de creer mis 
mentiras. Quiero ser feliz, no quiero ser 
propiedad de nadie, no quiero depender 
de nadie, no quiero ser una cosa. Detesto 
la mentira y me aburre aquello que no im- 
plica adrenalina. 

Sí, a veces pienso que le pagaría a alguien 
para que me coja. 

Sí, pienso cosas horribles de mis amigos y 
a los dos segundos me doy cuenta que no 
sería nada sin ellos. 

Sí, quiero mucho a mi familia y agradezco 
lo que ha hecho por mí pero también la 
odio porque en algunas cosas ha traumado 
mi existencia. 


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Sí, me molestan las personas, me dan mie- 
do, tengo pensamientos horribles y her- 
mosos en un mismo día y con una misma 
persona. Estoy viva. 


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Día cuarenta y ocho. 


Se inaugura el diluvio. La escena ha comen- 
zado. El personaje se enamora. Quisiera 
saber qué pasa cuando una se enamora. 
Hace dos semanas que no dejo de pensar 
en un beso. ¿Eso es amor? Quisiera saber 
qué hago. He ahí un delirio. La clave para 
pensar el presente es creer que tengo que 
luchar por un amor, aunque sea imposible, 
aunque realmente no me interese. Me es- 
toy enamorando de mi vida, de mi beso, 
eso sí es posible. 


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Día cuarenta y nueve. 


Quién sabe cuántas palabras faltan para 
habilitar un diálogo. Quién sabe cuántos 
amantes besaría para encontrarte en un 
beso. La punta de mis dedos se desdobla 
imaginando las esquinas de tu cuerpo. 
Necesito volver a sentir tu respiración. 
Boca cerca, risas, beso. La paciencia supli- 
ca piedad. La adrenalina quiere fugarse de 
las venas. Se expanden las manos. El roce 
sofoca. Me pierdo en un instante de tran- 
quilidad y goce. Confirmo: necesito tenerte 
cerca. 


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Día cincuenta. 


Que la mirada no evoque dulzura y no 
haya ternura en tu cama. Que me disfrace 
de zorra y lo puedas creer. Otra forma de 
asegurarme que la histeria es un juego per- 
verso. Comenzar a conocer otro cuerpo es 
como sentirse nuevamente despierta. En la 
mañana sólo será una ausencia. El vacío de 
la piel sin nada por conquistar no seduce. 
Hubiera sido lindo despertarme contigo, 
pero quizá lo mejor es que desaparezcas. 


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Día cincuenta y uno. 

Me enamoré de un anciano de cabello ru- 
bio. Salí a visitar las divas de mi infancia y 
me perdí entre laberintos de papel crepé y 
flores de goma. Me gustaría que estuvieras 
al lado mío esta noche. Tengo tanto que 
contarte y sin embargo me contentaría con 
sólo poder mirarte a los ojos unos segun- 
dos. Odio las fotografías. No quiero que 
nadie pueda verme como una imagen cu- 
ando ya no exista. Nunca fui una imagen, 
siempre me preocupé por ser bastante 
más que eso, espero no ser solamente un 
imagen en tu recuerdo. 


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Día cincuenta y dos. 


Vuelvo de una fiesta, me encuentro en un 
taxi pensando en qué estarás haciendo y 
por qué no estoy yendo a compartir mi 
cama contigo. Me detengo dos segundos a 
evaluar por qué estaba tratando de recor- 
dar tu voz y es porque casi no hablamos, 
cuando lo hacemos siempre hay otras per- 
sonas. Pensé en qué clase de amistad o 
compañerismo se construye así, pensé en 
qué lugar estoy teniendo en tu vida y cuál 
no me gustaría tener. Pensé en que quiero 
que estés al lado mío. 


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Día cincuenta y tres. 


El disfrute del viaje en la noche no es com- 
parable a nada. Estar en movimiento, sen- 
tirse recorriendo otras formas, el miedo a 
anhelar vivir en otro lugar, el disfrute de 
ser extranjera y la constante nostalgia. 
Quiero viajar. Hace un mes recordé mi sue- 
ño de estudiar en París y vivir lejos por un 
buen tiempo. 


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Cincuenta y cuatro. 


Una persona que abandona un barco en el 
instante en que se da cuenta que no sabe 
hacia dónde va, ha perdido toda posibili- 
dad de fuga. Deshabilita toda posibilidad 
de encuentro. Se rodea de duda por un 
pasado que jamás le permitirá disfrutar 
su presente y menos hacerse cargo de su 
futuro. Se ata al desgaste cotidiano del sin 
sentido. 


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Cincuenta y cinco. 


Quién sabe por qué luego de gritar y llorar 
sigo pensando en lo mismo. Y me duele 
la ausencia en los huesos y me lastima la 
carne cada vez que pienso en recorrer otro 
cuerpo. De las veces en que extraño la ilu- 
sión y cómo era contigo y si no era contigo 
y la angustia y saber y el delirio y decirme 
prisionera de algo que no sé qué es pero 
aún duele en el cuerpo. Y te quiero en las 
mañanas y trato de olvidarte todo el día y 
te busco en todas bocas que beso cada vez 
que intento sacarte de aquí. De mi mente 
endemoniada y la perversión de un cuerpo 
que me es extraño, de una soledad deve- 
nida amiga y angustiante compañera. De 
sentir que nunca voy a volver a coger y ni 
voy a sentirme tan feliz, ni volver a decirle 
te amo a otra persona cuando me ayude a 
morir. De las lágrimas que no cesan. Y to- 
das las veces que te golpearía hasta que te 


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descubras que mis manos gritan para que 
vengas a tomarlas y que no puedo tocar a 
nadie sin pensarte. Que mi cuerpo parece 
muerto y que no puedo y que no puedo y 
te extraño y me muero y no sé qué es el 
amor. Perdone señor pero jamás me negué 
a pensar que la gente se muere de amor. 
Heme aquí, debilitando mi cuerpo cada 
vez que te pienso. 


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Cincuenta y seis. 


Después de dos meses de estabilidad 
vuelve el mov im iento. Quién sabe cuán- 
tos mundos abrirá esta nueva etapa de mi 
vida. Dedicarme a tratar de hacerme cargo 
de aquello que me gusta y hacerlo de la 
mejor manera que pueda. Decidir por una 
vez que no quiero depender de que otro me 
habilite para creer en mí. Tengo trabajo, 
soy militante y tengo compromisos de los 
que me hago cargo desde que elijo todos 
los días levantarme pensando en que en al- 
gún punto puedo aportar algo para que las 
cosas cambien para cualquier cuerpo que 
esté soportando lo que tuvo que bancar 
este. A veces pienso que necesito verte y 
decirte que te odio y todo el daño que me 
hiciste. Otras veces creo que está bien que 
te diga lo que pienso de ti pues quizá re- 
flexiones y por lo menos problematices al- 
gunas cosas. También creo que tengo nece- 


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sidad de decírtelo para sacármelo de enci- 
ma, purgarlo y seguir. Otro cuerpo recorre 
la piel, otros besos hicieron desbordar de 
temor, otra ternura había conquistado. Es- 
toy viva, lastimada, muy castigada, pero 
sumamente viva. 


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Día cincuenta y siete. 


Hay personas de mierda. Hay personas que 
siempre se equivocan, no importa cuántos 
errores cometan y cuánto perdón pidan, 
eligen olvidar el significante de la palabra 
aprender, sistematizan su desconsider- 
ación hacia los demás. Hay personas ex- 
tremadamente mezquinas. Hay personas 
que utilizan cada recuerdo, cada palabra, 
cada gesto como base de información de la 
que extraen el punto endeble de los demás 
para luego poder hacerlos mierda. Hay per- 
sonas que usan a otras cual objeto inter- 
cambiable, carente de deseo al momento 
que es obtenido que, en última instancia, 
nunca satisfizo demasiado. Hay personas 
que sienten que los otros son un peso que 
los hunde y la mejor manera de actuar fr- 
ente a ello es usar, dañar y huir. Hay per- 
sonas que no quieren ser responsables de 
nada ni de nadie. No quieren apegarse. Hay 


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personas que siempre se sienten invadidas 
y son sorprendentemente crueles e irasci- 
bles. Hay personas que creen que los otros 
son estúpidos y les da placer llevarlos al 
límite. Hay personas que no eligen a nadie, 
porque no saben querer a nadie. Algún día 
lloran, bajan la mirada y se dan cuenta que 
deberían pedir ayuda para cambiar, pero 
no lo harán. Una a veces se levanta con un 
buen día y les dice: hola, irracionalmente 
creo que podes cambiar pero, de todas 
maneras, ya no cuentes conmigo, que ten- 
gas buena vida. 


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Día cincuenta y ocho. 


Hoy comencé a leer las notas que escri- 
biste, agradezco tu lectura y reflexión. 
Parece que estuvieras cerca a través de 
tus letras. Me escribiste como si nada hu- 
biera pasado. Muerdo mis manos para no 
responderte. Cuidate y creé en vos, es lo 
único que puedo decirte, es lo único que 
aprendí a hacer, tenés razones suficientes 
para hacerlo. Adiós. 


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Día cincuenta y nueve. 


Tirar las cenizas al río. El dolor que nunca 
se va, uno se acostumbra a vivir con las 
ausencias, con la falta de los seres que 
quiso y no están. No deja de doler. Uno 
se acostumbra o hace cosas para recordar 
cada vez menos. Tiré las cenizas y duele. 
Trato de creer que es la forma de soltar a 
mis muertos. Sin embargo, nada hace que 
los extrañe menos. 


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Día sesenta. 


Susanita, Quino. 

Susan Sontang. 

Susana, Evangelio de Lucas. 
Susana, Ricky Martin. 

Susan George. 

Susan, Narnia. 

Santa Susana de Roma. 
Susana, Luis Buñuel. 

Susan Sarandon. 

Susana, Roberto Arlt. 

Duelo en sincretismo. 


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